No pude sepultar a la esperanza
Tiempo, tiempo, tiempo. Necesito tiempo, tiempo indefinido para arreglarme el alma, tiempo para curarme -porque estoy enfermo-, tiempo para crear nuevos recuerdos que se sobrepongan a los que tengo -contigo-, tiempo para enfrentar el miedo a la hora de soñar y a la desilusión de encontrarte en mis déjà vu, déjà visitée y déjà planifié.
Antes de refugiarme en el exilio, intenté quitar de raíz la esperanza -de creer que no sabes lo que quieres, cuando desde el primer beso me anunciaste que querías esto y nada más: irte y recordarme, saludarme otra vez en Año Nuevo, encontrarme disponible y repetir el ciclo; quererme a veces y poquito- y la guardé en mi mochila junto a las más bonitas de nuestras noches. Sin embargo, fue un andar a contratiempo, pues cada noche la esperanza se enraizaba más y yo podía avanzar menos. Entendí la decisión que debía tomar, gracias a los cerillos que siempre traía para ti. Cubrí la mochila en el suelo con madera seca y la incendié.
Seis meses han pasado desde que me largué para escapar de que terminaras de comerme vivo, amor de mi vida -vida sin amor propio-. Huí de tu petición para regalarte mi cuerpo y de paso sepultar mi alma para que no te estorbara, pero sobre todo para esconderme de las ganas que tenía de hacerlo.
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